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El puente de los descalzos.

por Daniel Simón R.



Aquel jueves, Juan despertó sin piernas, sudoroso y desorientado como de costumbre.
Un grito ahogado se escapaba de su garganta.

— ¡Basta!

— Perdón, sargento. Son solo mis botas — respondí mientras sacudía el polvo de ellas.

— ¿Presidente? — preguntó Juan, todavía aturdido.

Ojalá… Alberto, querrás decir — le aclaré.

— Perdón, sargento... ¿Ya son las 5:00?

— Sí, están terminando el desayuno — contesté.

Juan se enderezó, tomó unos analgésicos con un vaso de ron, besó su rosario y se subió a su silla de ruedas. Me uní a él en el comedor, un espacio bullicioso con olor a aceite viejo y muebles de color mostaza gastado, que, como un microcosmos, reflejaba la cruda realidad de quienes habían sido olvidados. El uniforme militar no era nuestro único vínculo; la amarga realidad de ser considerados inactivos por el alto mando, ya fuera por discapacidad o por edad, también nos unía. La fila del desayuno avanzaba lentamente y nos sirvieron bocadillos y zumos de tomate como meros homenajes a nuestra dignidad.

Juan llegó al final de la mesa, donde un libro de registro marcaba: “Día 124”. El presidente nos había asignado la construcción de un puente sobre un terreno escarpado, un proyecto que muchos consideraban una burla a nuestras capacidades. Los primeros meses fueron intentos fallidos y  desilusiones, y el presidente parecía vernos como un experimento condenado al fracaso.

A la distancia, en otra mesa del comedor, un grupo conversaba.

— Ellos saben que somos incapaces — dijo uno con un brazo derecho faltante, mezclando frustración con resignación.

— Somos ciegos, sordos, algunos sin piernas, y los más sanos tienen más de 75 años. Necesitamos ayuda; no podemos hacerlo solos —añadió un cojo, con un tono de dura realidad.

¿Qué podemos hacer? —preguntó el tuerto, con desesperanza.

—No lo sé, pero el puente no se va a construir solo. Es nuestra única oportunidad de irnos. Llevo meses sin ver a mis hijos y no sé cuánto más podré aguantar —dijo una anciana con lágrimas en los ojos.

—¿Y usted qué sabe hacer, anciana? —preguntó el cojo, más curioso que incrédulo.

—Sé que un puente empieza por las bases. ¿Algún dibujante aquí? —inquirió la señora, mirando alrededor.

Juan, que estaba junto a mí, levantó la mano tímidamente.

—Señora, no soy profesional, pero de niño se me daba bien —dijo con una sonrisa nostálgica.

—Con eso y ganas, es suficiente —respondió la señora, animándolo.

—Yo estudié ingeniería —dijo un ciego, alzando la voz para hacerse notar.

—Perfecto —dijo la señora— Cuéntele al sargento cómo ve usted el puente en su mente; y el se lo dibujará.

La anciana se levantó y preguntó a la mesa de al lado:

—¿Y usted, qué sabe hacer?

Así, la conversación se extendió por la sala.  Los días siguientes se llenaron de cálculos y preparativos. Juan y el ingeniero lograron un bosquejo sólido en pocas semanas, mientras otros preparaban el terreno y mantenían las necesidades del equipo bajo control. Pasamos de ser figuras tristes a tener un propósito y nuestro primer reto fue levantar el primer pilar de los tres que sostendrían el puente.

Aunque tardamos unas semanas en acostumbrarnos, pronto entramos en ritmo. Tras dos meses de trabajo, logramos levantar el primer pilar y celebramos con alegría. Con el éxito del primer pilar, la posibilidad de completar el puente parecía más cercana, así que comenzamos a construir el segundo pilar ese mismo día.

Sin embargo, tras dos semanas, el clima se volvió más húmedo. El segundo pilar estaba casi completo, pero al final de una jornada agotadora, dejamos el material fresco expuesto a la humedad nocturna. Al día siguiente, el segundo pilar estaba en ruinas.

—Era obvio que fallaríamos. Somos inútiles. Necesitamos ayuda del presidente.. Hasta aquí llego yo —decía un joven abatido, uniéndose en sentimiento con algunos otros, abandonando la construcción.

—No podemos hacerlo solos, es imposible sargento. Necesitamos ayuda — le dije a Juan, quien luego se me acercó y con desesperanza me dijo

—Nadie nos vendrá a ayudar. Todo depende de nosotros; si no lo vemos, no lo lograremos.

—Dile eso al ciego —respondí, con tono desesperanzadamente sarcástico.

— Tu sabes a lo que me refiero. ¿Cuántas veces hemos esperado ayuda? A estas alturas, si llega, que llegue, pero que nos encuentre trabajando — me dijo mientras intentaba coger su martillo del suelo .

La moral sufrió otro golpe; algunos abandonaron la construcción. Sin embargo, los que permanecimos, ahora familiarizados con el proceso, estábamos más motivados. Aceleramos el trabajo y completamos el segundo pilar más rápido de lo que habíamos logrado la primera vez.

A medida que el puente tomaba forma, nuestro sentido de identidad colectiva también se fortalecía. Ya no éramos solo individuos olvidados; habíamos forjado un equipo, una familia.

La mañana siguiente, un rumor corría en el comedor.

— Sargento, ¿te enteraste? —pregunté a Juan, con un destello de esperanza en los ojos.

—¿De qué? —respondió él.

—El presidente se enteró de nuestro progreso. Va a visitar la construcción.

Juan avanzó hasta el final de la mesa, donde el libro de registro marcaba: “ Día 295”. La noticia de la visita del presidente cambió nuestro ritmo. Los que quedábamos en la obra entramos en un estado frenético, más organizados y hábiles que nunca.

Sin embargo, poco después, un ventarrón desató su furia sobre nosotros, convirtiendo la construcción en un campo de batalla. Rocas caían como proyectiles, los barrancos engullían cualquier cosa que se les acercara, y la vegetación densa parecía desafiar nuestra voluntad con cada embate del viento.

Aferrados a los pilares como si fueran nuestras últimas defensas, encontramos en el puente una protección mayor que en el peligroso regreso al campamento. La furia del viento se volvió nuestra compañera durante toda la noche.

A la mañana siguiente, al pasar la ventisca, nos vimos los unos a los otros sujetos a los pilares a medio hacer, reconociendo su rol fundamental para nuestra supervivencia. Con determinación y una sensación de agradecimiento, retomamos el tercer pilar. Así que ahora solo quedaba construir el paso de madera, terminando de unir un lado con el otro.

Días después, el presidente llegó para ver lo que habíamos logrado. Al principio, había considerado nuestra tarea como una burla a nuestras capacidades, una misión para demostrar nuestra inutilidad, pero esto cambió al ver el puente casi terminado.. "Si lograron esto bajo tales condiciones, imagínese lo que podrían hacer con más recursos", pensó seguramente.

El presidente no tardó más de una semana y organizó una fiesta fastuosa con champán, lujos, música en vivo y trofeos para los obreros. En su elegante traje y con una sonrisa artificial, observó cómo colocábamos la última tabla del puente.

En ese momento vi en el rostro del presidente una mezcla de incredulidad y respeto. Creo que fue allí, justo en ese momento, cuando entendió que había subestimado el poder de la voluntad humana.

Este, rodeado de súbditos que aplaudían, invitó a todos a un banquete con joyas y regalos, y presentó su nuevo proyecto: "El gran edificio".

No sería honesto decir que algunos no cedieron a la tentación de los obsequios del presidente. Al final, después de tanto sufrimiento, ¿quién no anhelaría un poco de paz, aunque fuera efímera? No obstante, me quedo con el sonido de los pasos y voces de quienes acompañábamos a Juan, que sobre sus ruedas y con su martillo en mano, siguió de largo ignorando al presidente completamente, como declaración silenciosa de dignidad recuperada. Ese día Juan llevaba la frente en alto  como nunca antes.